De alguien que dijera que no es ni de izquierda ni de derecha, podríamos conceder que sea de centro o sospechar que esté mintiendo. Pero si dijera que no se siente identificado en ninguna medida con ninguna de las gradaciones del espectro —ni el centro ni los extremos, ni el centro-izquierda ni el centro-derecha— pensaríamos más bien que no ha entendido el significado de esas palabras, o qué es lo que se está discutiendo aquí: sería como quien dice no ser “ni machista ni feminista, sino igualitario”. La idea de fondo es que todo el mundo tiene alguna inclinación política, independientemente de que no se dé cuenta de ello o lo disimule.
Quienes así pensamos, sin embargo, defendemos en ocasiones la hipótesis opuesta, sin percibir la contradicción: al escuchar a los políticos debatir, típicamente tenemos la impresión de que, las más de las veces, ni los de izquierda son realmente de izquierda, ni los de derecha, de derecha, ni los de centro, de centro: que están —casi todos, casi siempre— disimulando. Algo similar ocurre también, entre civiles, con quienes muestran a cada oportunidad su gran entusiasmo por tal o cual causa, con un histrionismo evidente para todos menos para sí mismos. Dentro de cada bando, también es habitual la preocupación por distinguir a sus auténticos partidarios de quienes participan sólo por hábito u oportunismo. Y no es para menos, no son casos nada raros.
Pintura de Jean-Michel Basquiat. Tomada de httpswww.artsy.netartistjean-michel-basquiat
A la obviedad de que todo el mundo tiene alguna inclinación política, aunque no la acepte o no lo sepa, se enfrenta la obviedad opuesta de que buena parte de quienes dicen tener alguna no tienen ninguna en realidad, ya sea que se engañen a sí mismos o sólo a los demás. Dos datos en contradicción que coexisten en la cabeza pacíficamente, sin mirarse a los ojos.
El político apolítico
Y aquí lo más importante no es este personaje —en general poco interesante— que niega tener inclinaciones políticas aunque todo el tiempo hable de ellas, sino los analistas, periodistas y políticos a los que en realidad el asunto tampoco les interesa demasiado: que trabajan en ese ramo como podrían estar también vendiendo seguros, o quesadillas, si la vida los hubiera llevado en otra dirección. En mi breve experiencia con la clase política mexicana, los auténticos izquierdistas, derechistas o centristas son como los ñoños del salón, o más bien como los amigos que se metieron a una secta. Y no estoy hablando aquí sólo del cinismo con que los miran los políticos corruptos, sino incluso también del modo en que los ven muchos políticos decentes: tipos que realizan sus labores diarias con profesionalidad y el orgullo de hacer las cosas bien, pero a quienes la verdad estos debates ideológicos les dan tanta güeva como a la mayoría de los civiles: gente cuya opinión del libre mercado, el feminismo o el hambre en África es una herramienta para salir del paso cuando alguien le pregunta su opinión; gente que adopta ciertas opiniones porque alguna hay que adoptar, o como un empleado “poniéndose la camiseta” de su lugar de trabajo, pero que en realidad no tiene mayor interés en esos asuntos.
Este entusiasmo por alguna causa política es, bien visto, cosa de unos cuantos. Dos o tres en el salón de clases, la oficina o la sección local del partido, que se guardan sus opiniones o andan fastidiando con ellas a los demás, precisamente como les pasa a los religiosos vehementes. Y aun dentro del universo de estos pocos entusiastas, los verdaderamente auténticos son también una minoría. Si la diferencia entre economía mixta y libre mercado es un tema de interés intelectual para unos cuantos, la verdadera pasión por la diferencia entre lo uno o lo otro es aún más rara. No es difícil de ver, en cierto modo es obvio, aunque el debate público gire en parte en torno a dichas ideas económicas. Y tal vez nuestro destino también.
Puede analizarse mucho el fenómeno y suponer, por ejemplo, que estas opiniones superficiales reflejen de todos modos ideologías inconscientes, o que ser muy poco de derecha siga siendo, a fin de cuentas, ser de derecha. Puede ser. Lo que me interesa dejar aquí anotado, de cualquier modo, es cierta confusión en los términos, pues si yo dijera que Pablo, por ejemplo, es de izquierda, se entendería para empezar que le interesa la política, incluso que tal vez vaya a marchas, le guste la música de protesta, cosas así. Nadie pensaría que me refiero solamente a que pertenece a esa mitad de la población de la que, en cierto modo, podría decirse que sea de izquierda pese a que lo niegue o no sepa que la palabra tiene un uso político y no solo espacial. Al decir “izquierda”, “derecha”, “centro”, pensamos en gente con ciertas inclinaciones conscientes, no en personas que escuchan hablar de liberalismo, democracia o socialismo más bien como quien mira a un amigo de la prepa recién vuelto dianético.
Y aquí la cosa es que la imagen conjunta de la política cambia mucho desde este otro punto de vista: si pensamos que la mayor parte de sus participantes simplemente trabajan ahí, con honestidad o sin ella, pensando, como casi todos, más en “hacer su trabajo” que en el combate entre grandes ideales, aunque hablen de dichos ideales, aunque ocasionalmente se inclinen por unos u otros de manera superficial. ¿Usted diría, por ejemplo, que a Peña Nieto le interese el tema? ¿Que a la mayoría de los militantes del PES les preocupe la moral tradicional?
Podrá argüirse aquí que el caso de Morena es distinto, pues buena parte de sus militantes, e incluso tal vez de sus dirigentes, son propiamente izquierdistas. Y podría hablarse también de otros casos similares en distintos momentos de la historia, en que los partidarios de alguna causa consiguen gobernar. Sin embargo, la idea de la que estoy hablando más bien se refuerza si decimos que en ocasiones ocurre que una parte más o menos importante de la clase política oriente sus actividades conscientemente por convicciones clasificables en alguna gradación del espectro izquierda-derecha.
Además, cuando esto llega a suceder es incluso una preocupación para el resto de los políticos. Y no sólo para los corruptos, sino también para muchos otros que temen por lo que harán estos entusiastas en las labores cotidianas y grises de la política del mundo real: ¿cómo se manifestarán sus ideales al debatir el inciso 13 de una iniciativa de ley, al licitar una ruta de microbuses, al redactar un oficio? Y no quiero decir con esto que tales temores estén justificados, o en todo caso no tendría por qué ser tampoco tranquilizante que la cosa pública esté al mando de personas a las que la cosa pública les da güeva. El punto es que no hay muestra más clara de la inoperancia cotidiana del espectro izquierda-derecha en la vida pública que ver el mundo poniéndose de cabeza las raras veces que es tomado con verdadera seriedad en la práctica de gobiernos reales.
En todo esto hay obviamente un problema de grado, porque es comprensible que la vehemencia sea poco común, pero no estoy hablando sólo de eso. Las convicciones —incluso las convicciones extremistas— pueden darse también de manera contenida y prudente. Pero, como cualquiera sabe, eso no es tampoco lo que ocurre con la mayor parte de los políticos.
En resumen, podemos decir que normalmente el espectro izquierda-derecha, tomado como clasificación de diversas convicciones, es habitado por una minoría de quienes hacen política, y que suele influir poco, por tanto, en la vida pública real: al menos si distinguimos entre los motivos y los pretextos de la acción; o entre lo que se cree, lo que se cree que se cree y lo que dice creerse.
Las pasiones políticas del otro
Ahora bien, esto no sólo se debe a que buena parte de los políticos sean izquierdistas, centristas o derechistas, desde luego, sólo de palabra, sino también, y sobre todo, a que típicamente tampoco lo son de palabra. Y ése es el tema del que trataré a continuación: en campañas locales se habla sobre todo de préstamos, fertilizantes, carreteras, banquetas, materiales de construcción, programas sociales. Y si algunas pasiones más elevadas, por decirlo así, asoman a su discurso, son casi siempre pasiones políticamente neutras: sobre todo la honestidad y la seguridad. No la igualdad y el mérito, la libertad y el orden: no ideales que puedan contraponerse a otros ideales, ni tampoco el ideal de la conciliación entre ideales contrapuestos. Y son también las políticas públicas particulares, la infraestructura, la seguridad y la honestidad, los temas más tratados en campañas nacionales: los más centrales, los que despiertan mayores pasiones. Algo debe significar: algo que no estamos viendo claramente.
El carácter exhaustivo del espectro izquierda-derecha, su pretensión de abarcar a todo el mundo, no es engañoso sólo por negar la posibilidad del relativo desinterés por toda causa política, sino también porque existen pasiones políticas que no pueden representarse de ningún modo en él; como significados que habría que forzar demasiado para introducirlos en tal sistema de significantes. Pensemos por ejemplo en la reciprocidad clientelar, las pequeñas obras públicas, la eterna lucha entre los Almada y los González en la comunidad, los legítimos intereses del comercio ambulante. Relaciones políticas por interés, honor, lealtad, confianza, afecto, gratitud, parentesco o venganza personal que, si pudieran cuantificarse, tal vez serían la mayor parte de la política de cualquier país, y que ciertamente despiertan pasiones, pero que no están representadas en ningún sentido por ninguna de las gradaciones del espectro izquierda-derecha.
Es obvio que este espectro es la forma en que nos representamos la oposición entre tendencias políticas, y es obvio también que es reduccionista. Lo que no es obvio, aunque se desprenda lógicamente de estas premisas, es que no estamos entendiendo la oposición entre las tendencias políticas que no giran a su alrededor: que todo lo que no puede expresarse en sus parámetros es un punto ciego en nuestro campo de visión.[1]
El amo subalterno
No es raro que “el subalterno no pueda hablar”; que sólo pueda participar en el debate público con el lenguaje de la minoría que lo rige. Es un poco más raro, sin embargo, que los habitantes de esta minoría no podamos tampoco verlo: que dudemos en realidad de sus preocupaciones políticas normalmente mezquinas, particulares, locales; que la irreductibilidad de éstas al espectro izquierda-derecha nos parezca incapacidad de articular con palabras algo que de hecho hay “en el fondo”, pero no seamos capaces de concebir que haya, tal vez, algo realmente distinto de nuestras propias preocupaciones. Que la voluntad de construir esa secundaria, pavimentar aquella calle, reparar esta iglesia, puedan no ser manifestaciones inconscientes de impulsos izquierdistas o derechistas originarios.
Pero lo verdaderamente raro, lo más raro de todo, es que los políticos sean también ese “subalterno que no puede hablar”. Que su diálogo con la masa sobre tractores, baches, programas de desarrollo agrícola o tener los pantalones bien puestos para que las cosas “se hagan”, deba también exponerse en nuestros términos, o pasar nuestro filtro, a fin de evitarse el linchamiento simbólico de los medios. Que se vean forzados a trastabillar el latín de nuestros tiempos ante un público que tampoco lo conoce y al que, por lo regular, tampoco le interesa. La mayor parte de los políticos y de su público se han habituado más bien de mala gana a la retórica de la izquierda, la derecha y el centro. Es verdad que se le admite en ocasiones en mítines y actos de campaña, pero con el mismo escepticismo voltaireano y la misma resignación con los que un alumno de secundaria hace los honores a la bandera un lunes por la mañana.
Conclusiones
No quiero decir con todo esto, naturalmente, que nuestras inquietudes políticas sean una ingenuidad; lo ingenuo es más bien suponer que sean compartidas: que la mayoría piense regularmente en la mayoría, o el interés de todos sea interesante para todos; que los conflictos políticos giren por lo regular en torno al menú de los grandes ideales de la modernidad. Seguramente hubiera sido mucho mejor si la Guerra Fría hubiera enfrentado realmente a auténticos demócratas con verdaderos comunistas; o si la izquierda y la derecha fuéramos los polos de la vida política real, y no sus flores de ornato, pero no suele ser así. En realidad, somos un par de minorías marginales que no han logrado contagiar a la mayoría del pueblo, ni de la élite, ni de los políticos, de nuestra indispensable preocupación por la cosa pública.
[1] “El morro estaba desterrado del pueblo porque lo acusaban de deberle 26,000 dólares al jefe, vino a votar ayer y lo estaban esperando afuera de la casilla para levantarlo. El presidente municipal se reeligió con 11 votos, incluido el del ahora desaparecido.” Tweet de Natalia Mendoza, 2 de julio de 2018.
2 Comments
Una mirada verdaderamente honesta, como la tuya, pues des-cubre sin remedio la deshonestidad general y, por eso mismo, es inquietante. Y así debe ser. Hay pues que afilar las armas.
El espectro político es más una gama circular en la que los extremos resurgen por lo que parece el lado opuesto. Muy simpático y cínico, atinado pues.