Un caso de ceguera ilustrada

En el 2004, [1] un grupo de activistas estudiantiles nos fuimos a vivir a Lomas Altas de Padierna, una colonia popular del Ajusco medio, con un vago proyecto revolucionario: ir a ver, conocer la zona y después pensar en algo. Como en un principio no conocíamos a nadie —y desde luego nos parecía imprudente o inadecuado salir directamente a la calle a hablarle a la gente sobre el comunismo—, decidimos comenzar realizando algunas actividades inocuas: talleres de panadería y danza regional, un curso de regularización de niños de primaria, proyecciones de películas en la calle. Algo que nos permitiera ganar la confianza de nuestros vecinos y conocer un poco el terreno antes de pasar a la acción.

Y en dichas labores, ciertamente, me enteré de algo, algo que no hubiera podido imaginar antes: resulta que nuestros vecinos ya estaban organizados, bastante organizados, y además, que lo están en todas las colonias populares de la Ciudad de México. No llegamos, pues, del modo esperado —“como un relámpago en un cielo claro”—, sino más bien a volvernos competidores sin experiencia de decenas de agrupaciones vecinales que peleaban por la influencia regional desde antes de que nosotros naciéramos. Pensaba que le enseñaríamos a esa gente que los partidos políticos están llenos de corrupción, que la única salida era la lucha independiente y todo lo demás. Pero si bien era ingenuo pensar que esas personas ignorarían dicha corrupción, no hubiera podido imaginar que conocieran tan a fondo su mecanismo preciso, y que además supieran jugar ese juego con tanta habilidad.

Me explico: para cuando llegamos a la zona, nuestros vecinos llevaban alrededor de treinta años tratando con los líderes locales de comerciantes, de solicitantes de vivienda, etc., en una lucha cotidiana por obtener acceso a los servicios públicos básicos y a los programas sociales del gobierno. La mayoría de la gente de cierta edad, sobre todo amas de casa, ya sabía en cuáles de estos líderes[2] se podía confiar y en cuáles no; con qué legisladores y funcionarios mantenía vínculos cada uno, y quién podía estar detrás de sus iniciativas en cada caso. Así, cuando nuestros vecinos se acercaban a tal o cual líder con el fin de conseguir algún servicio, sabían lo que estaban haciendo.

 

Imagen de Kathia Recio. Tomada de https://kathiarecio.wixsite.com/artwork#!galeria-editorial/cy0x

 

Doy un ejemplo. En una ocasión una vecina de la zona me comentó que no le gustaba cierto candidato a delegado. ¿La razón? No lo conocía. Fingí no sorprenderme, temiendo pasar por estúpido, y seguí preguntando. En su relato confirmó el punto. Para ella era normal conocer a los candidatos locales en persona: no en un mitin, no por haberlos saludado alguna vez, sino de años de participar juntos en la política. Era yo, y no ella, el que no sabía nada de esos políticos más que sus fotos, sus lemas de campaña y unos cuantos rumores. La razón es en principio muy simple: la mayor parte de los candidatos de ese distrito habían sido líderes ellos mismos, al inicio de su carrera. Muchos de ellos estuvieron entre los paracaidistas invasores de esos terrenos y los constructores de esas colonias décadas antes, junto con la señora con la que platicaba, y habían hecho carrera por ese medio.[3] En otras palabras, el “público objetivo” de su burda propaganda para “la masa” no era esa vecina, que los conocía personalmente, sino yo.

Cada calle pavimentada, cada farol, cada coladera, debían ser conquistados por los vecinos de la región; en parte gracias a su trabajo autogestivo y en parte presionando al gobierno y negociando con él, por medio de dichos líderes, para la obtención de materiales y permisos. En resumen, no había metro cuadrado de banqueta que no fuera fruto de la grilla. Como resultado, algunos de nuestros vecinos tenían una experiencia política que jamás podría verse, por ejemplo, en uno de esos activistas estudiantiles que nos mudamos a la zona con la convicción ingenua de dirigirlos. Y no podría decirse que nos miraran con sorpresa o ironía: no era tampoco la primera vez que llegaban estudiantes leninistas a “organizarlos”. Algunos de estos líderes lo habían sido también veinte o treinta años antes. Buena parte de nuestros vecinos ya habían tratado antes con tipos de nuestra especie e imaginaban lo que podían esperar de nosotros. Con simpatía, pero una perspectiva fundamentalmente utilitarista.

 

De ver y no ver

Mientras pensaba sorprendido en todo lo que estaba viendo, y comenzaba a preguntarme ya si se trataba de un caso excepcional o si era ésa la situación típica de todas las colonias populares del país —si los estudiantes revolucionarios de los setentas, cuyo ejemplo seguía, se habían enfrentado al mismo problema o no cuando “fueron al pueblo”—, un día me di cuenta de algo: ya sabía desde antes, como más o menos todo el mundo, de la compra de votos, el acarreo de manifestantes, la invasión y construcción improvisada de colonias, o mejor dicho de ciudades enteras. Sabía que buena parte de la ciudad, y de todas las ciudades del país, habían sido construidas por paracaidistas. Y sin embargo nunca imaginé encontrar la organización popular ni la experiencia práctica que se desprendían necesariamente de eso. Algo que si se mira bien es bastante obvio, independientemente de que los líderes involucrados sean priistas, comunistas o cristianos.

Aún más, para precisar, no es solamente obvio. El sustantivo “paracaidistas” incluye por definición la organización de algunos cientos o miles de personas para la invasión ilegal de un terreno y la construcción, en él, de un pedazo de ciudad. Eso implica en sí mismo combates victoriosos contra la policía, cierta variedad de conocimientos técnicos específicos, la adquisición de materiales de construcción y de conexiones políticas importantes. En otras palabras, el concepto “paracaidista” implica directamente todo lo que he descrito: miles de historias similares a la que he contado, por las que ha pasado tal vez la mayor parte de la población, y en las que está implicada —también lo sabemos— buena parte de la clase política. El conocimiento necesario para entender eso ya lo tenía previamente, y sabía que lo tenían también todas las personas que conocía, pero no sabía de ninguna que hubiera imaginado siquiera sus implicaciones forzosas. El razonamiento es tautológico, pero algo lo obstruye.

Quizá un ejemplo facilite la comprensión de lo que quiero decir: supongamos que un grupo de miles de jóvenes ecologistas de clase media invadiera ilegalmente un terreno propiedad de la nación, combatiera contra la policía para retenerlo y construyera en él un conjunto de colonias —con sus sistemas de drenaje, su alumbrado público, sus escuelas—. La noticia sería acaso mundial, sus líderes tal vez darían conferencias en varios países, posiblemente se fundaría alguno de esos “nuevos paradigmas de la izquierda del siglo XXI” a partir de su ejemplo. Incluso algunos críticos sospecharían, con justa suspicacia, que nadie puede hacer algo así en México sin conexiones políticas importantes. Y algo es seguro: ningún académico que investigara su política informal e ilegal tendría que “descubrir” que estos jóvenes, además de intereses materiales inmediatos, tienen también relaciones de lealtad y gratitud, o que al lado de la necesidad económica hay también factores psicológicos que explican su práctica. En ese caso sería obvio lo que implica construir una porción de ciudad de manera autogestiva.

 

Aristócratas de clase media

Un automovilista de clase media —llamémosle Pablo— tiene un sólo punto de contacto habitual con esta forma de hacer política: las constantes marchas, mítines y plantones que entorpecen el tráfico de la ciudad. Lo más extraño para él no es la regularidad con que se hacen, sino sobre todo su forma: suelen ser grupos pequeños de gente humilde que no aparenta gran convicción. Su dirigente, al megáfono, parece todo menos un líder mesiánico capaz de fascinarlos con su retórica. Parece tan aburrido o apático como la gente que lo escucha. Lo típico es que nuestro automovilista se explique el extravagante fenómeno con un lugar común que no significa nada en realidad: “son acarreados”. Y esto significa para él algo así como que estarían ahí a cambio de una torta y un refresco, y que su líder estaría lucrando con ello de alguna manera. El buen Pablo no tiene modo de explicar, desde luego, de qué manera dicha actividad pueda convertirse en un negocio lucrativo, ni tampoco cómo ese sujeto haya conseguido algo así por un salario tan bajo, y además en especie. Nuestro automovilista puede estar bastante seguro de que jamás conseguirá semejante trabajo por 50 tortas frías preparadas en su casa. De verdad nunca.

Las cosas en realidad son muy distintas: esta forma de hacer política de la que he hablado requiere, entre otras cosas, presionar. Es decir, causar molestias diversas a funcionarios que prometieron darles cierto servicio público a cambio de su apoyo político, pero se desentendieron del asunto una vez conseguido el cargo por el que competían. Y el objetivo de esta presión es simplemente que se les otorgue dicho servicio público. No se trata de ingenuos siendo manipulados por un bribón, tampoco de un “método demasiado gastado” de lucha por un ideal. Si se mira bien, ambas hipótesis son bastante inverosímiles, parece mentira que se repitan con tanta regularidad. En realidad, es una de las muchas tareas que la clase trabajadora debe realizar cotidianamente para acceder a los servicios públicos que, de acuerdo con el modelo, el Estado debería otorgarle sin resistencia. Además, si se hacen con tal regularidad es porque funcionan. Pero volvamos ya al tema de este ensayo, que no es la organización popular, sino la imaginación de quienes la observan desde fuera.

Lo primero que salta a la vista aquí es la facilidad sospechosa con que la clase media supone que estas personas son ignorantes y están siendo manipuladas; que todo se reduce a despensas en periodos electorales y a tortas y refrescos en los mítines de los candidatos. ¿De dónde salieron semejantes ideas? ¿Cuál es el criterio de verosimilitud que las dejó pasar por su filtro? Lo que sucede, en parte, es que ignorar esta forma de política popular contribuye a validarnos como gente pensante. Y sobre todo decente. En general no se considera una persona enterada —ni siquiera un candidato preparado— a quien conoce estos mecanismos, sino a quien, se supone, no tiene nada que ver con ellos. En otras palabras: no es sólo que se ignoren ciertas prácticas clave del orden que nos rige, sino que se tiene la voluntad de ignorarlas. Y no es exagerado llamarlas “prácticas clave”: son la forma de relación más habitual entre la clase política y la mayor parte de la sociedad civil. Es como si del rechazo ético a estas prácticas se desprendiera naturalmente subestimarlas o considerarlas marginales: accesorias para explicar el orden político en su conjunto. Como si el fenómeno se encontrara por debajo de la línea de lo representable.

Ahora bien, si nuestro automovilista Pablo se preguntara cómo se organizan los viene-vienes, los comerciantes ambulantes o los paracaidistas en Ecatepec, tal vez se respondería: “no lo sé, nunca he pensado en el asunto”. Pero la verdad es que tiene bastantes ideas al respecto:

 

  1. Piensa que dichas prácticas son marginales.
  2. Piensa que muchísima gente participa en ellas.
  3. Piensa que hay políticos poderosos involucrados, lucrando con eso de alguna manera.
  4. Piensa que estas prácticas tienen lugar en “lo oscurito”, a espaldas de la opinión pública.

 

Como es posible advertir, de tales suposiciones se desprenden varias contradicciones:

 

  1. El fenómeno es masivo, pero marginal.
  2. Estas prácticas son llevadas a cabo por la mayoría de la población a espaldas de la opinión pública.
  3. Sus participantes son “los olvidados” de los políticos a cuyas organizaciones pertenecen.
  4. Por último, y lo más importante de todo: la forma en que se relaciona la mayor parte de la clase política con la mayor parte de la sociedad civil es algo marginal, secundario, externo a la esfera pública.

 

Estas ideas dispersas forman una imagen contradictoria pero en cierta manera coherente, susceptible de ser descrita: dichas prácticas conforman un mundo oculto, algo como la sombra de nuestra vida pública o lo que ocurre detrás de la fachada. Es el secreto que “nos quieren ocultar”, y la causa de que la gente ignorante siga votando por candidatos con los que uno no simpatiza. Es una realidad cotidiana que nos vuelve a sorprender —y a indignar— todos los días, como si fuera la primera vez. Es la razón de que México no avance y de que viva inmerso en la inseguridad y, sin embargo, es al mismo tiempo insignificante, circunstancial, herencia de un pasado moribundo.

 

El desdoblamiento de la esfera pública

En la imagen que Pablo se hace de esta forma de hacer política, la esfera pública se desdobla, digamos, en dos esferas públicas distintas, una de las cuales se encuentra por debajo y a la sombra de la otra. En la esfera principal habitan los ciudadanos que conocen sus derechos y las propuestas de los candidatos. Aquí es donde se lleva a cabo el debate público, donde se decide el rumbo de la nación. Cuando los habitantes de esta esfera hablan de “opinión pública” se refieren por supuesto a sus opiniones; no a lo que opinen los viene-vienes, los pepenadores o los ambulantes, ya no digamos los zetas. Estos grupos de personas serían más bien uno de los temas que se discuten en el debate público. Por eso pueden decirse despropósitos como que 30,000 paracaidistas invadan terrenos ejidales de Chalco “en lo oscurito”.

En un lugar aparte, relegados en la marginalidad, en la sombra de la vida pública, se encuentran las organizaciones clientelares, los criminales, sus cómplices en la clase política (que serían además la mayoría de los políticos). Es en ese lado donde se compran los votos y se llevan acarreados a los mítines; donde la gente se deja manipular por los spots y se olvida de la historia cuando recibe una despensa o una tarjeta de Soriana. No es sólo que se establezca una dualidad imaginaria entre la regla y sus excepciones, sino que se analizan las cosas como si periodistas, intelectuales, académicos, pequeños empresarios, fueran la regla de la vida política, mientras que los propios políticos y la mayor parte de la población fueran la excepción. Y además como si dicha regla fuera impotente ante sus excepciones, pues ese mundo marginal y secundario parece definir todo en realidad.

 

Acusaciones

Ahora bien, nuestro Pablo no sólo desdobla el conjunto de la vida política en dos esferas distintas, sino que también pone cada uno de los elementos que la componen en un lado o el otro. Al candidato por el que vota lo sitúa en la esfera institucional, pero a su adversario en la de la marginalidad. Y es que no es lo mismo que un tío le dé la oportunidad de trabajar con él, aunque no tenga mucha experiencia, a que su superior le haya negado cierto cargo para dárselo al bueno para nada de su sobrino.

De un modo similar, la izquierda exhibe la asignación discrecional de servicios públicos y programas sociales como la única vía por la cual los políticos neoliberales pueden conseguir el voto de los pobres, a los que en realidad hunden con sus políticas dictadas desde Washington; mientras que la derecha asocia las mismas prácticas con los excesos en el gasto público, el poder desmedido de los sindicatos, la bajeza moral de los líderes populares. Se puede pensar entonces que esta clase de política popular promueve los incrementos en el gasto gubernamental o bien justo lo contrario: que son un arma para ganar a los pobres al neoliberalismo y, por lo tanto, al recorte de dicho gasto. El punto es que esta práctica generalizada —indispensable para cualquier grupo de poder de nuestro país, y realizada en ocasiones de buena fe—, siempre ha de situarse del lado del enemigo.

Y por supuesto no es raro que los adversarios políticos se acusen unos a otros. Lo curioso es que esta política popular sea un fenómeno tan público como el discurso que la condena. Se puede maniobrar de muchas maneras con esa contradicción, pero no es lícito exponerla con claridad. Sonaría grotesco, por ejemplo, que alguien propusiera la regulación legal de las asociaciones de mutua conveniencia entre legisladores y sus clientelas respectivas como una forma de inhibir la compra directa de votos, o de conseguir cierto control sobre lo que de todos modos va a suceder. También estaría bastante fuera de lugar que un analista se preguntara por qué los acuerdos de un político con cada clientela específica son menos legítimos que las promesas realizadas a la sociedad civil en su conjunto, si finalmente los primeros suelen cumplirse y las segundas no. En todo caso, estas formas de regulación no serían las primeras políticas públicas escandalosas que se defendieran y promovieran abiertamente.

Es un problema en el que no se puede pensar, y del que no se puede hablar, a pesar de que llevemos ya varias décadas de debate académico sobre el asunto, de que sea en realidad un tema bastante público —que no se hace de ningún modo en “lo oscurito”—, y de que, además, no sea de ningún modo tan perjudicial como, por mencionar solo dos ejemplos, la guerra en la que ahora vivimos o la propuesta de la pena de muerte; cuestiones de las que se puede hablar con bastante soltura.

 

El indio como patrón y el señor como cliente

Lo que ocurre, en parte, es que una buena porción de los políticos mexicanos fueron alguna vez líderes de vecinos, de comerciantes, de grandes sindicatos, que escalaron desde abajo hasta llegar a los puestos más importantes de la administración pública. El mexicano de clase media, blanco y presuntamente instruido, no puede tolerar ser gobernado por gente así. Tener que tratar con deferencia a “esos pendejos”, volverse su empleado, deberles favores, es una agresión a su amor propio, a su endeble hidalguía.

No se trata sólo, ni principalmente, de un rechazo liberal a la intermediación informal entre el Estado y el ciudadano, sino de cierta imagen reprimida —y bastante menos apropiada a los ideales de la modernidad— del “orden natural de las cosas”, de acuerdo con el cual el indio no debe ser patrón, y el señor no debe ser su cliente. Detrás de la pretensión de la clase media de vivir lejos de la política no se encuentra sólo el rechazo a la corrupción, sino también la negación inconsciente del hecho de que ella también es gobernada por la misma gente y del mismo modo que los demás; la negación de que forma parte de la misma red de influencias informales: que debe favores, que requiere palancas, que las tiene, que las utiliza, como todo el mundo.

Así, cuando un investigador bien parado en el Conacyt se lleva a trabajar con él a varios alumnos y colegas; cuando estos colegas se citan entre sí para ganar puntos y se organizan para conquistar y resguardar plazas académicas, eso —aunque se le critique— no se le relaciona de ningún modo con el acarreo de manifestantes o la entrega de despensas. Se les concibe como mundos tan separados entre sí que sencillamente no se puede asociar una cosa con la otra, aunque en ambos casos haya un líder informal que media entre una estructura gubernamental y un grupo de ciudadanos con el fin de gestionar una relación provechosa para ambas partes, en la que se “bajan” recursos y se “sube” apoyo político. ¿Por qué eso nos parece completamente diferente? Porque eso lo hacemos nosotrosgente instruida, gente que conoce sus derechos.

 

 

 

 

[1] Este ensayo ya ha sido publicado, con variantes, en dos ocasiones. Primero en la revista horizontal.mx, con el nombre “Nuestra imagen de la política popular, un caso de ceguera ilustrada”, y después, como “Imágenes del orden: ensayo sobre la percepción de lo informal”, en Fernando Escalante (coord.) Si persisten las molestias. Noticias de algunos casos de ceguera ilustrada, Cal y Arena, Ciudad de México, 2018.

[2] La palabra “líder” es un tecnicismo popular que no se refiere a dirigentes propiamente dichos, sino a cierta clase de mediadores entre el gobierno y el pueblo, que gestionan el intercambio de apoyo político por recursos públicos, o bien organizan manifestaciones para exigirlos. No se les llama de ese modo como una muestra de respeto, ni implica que se les otorgue autoridad moral: es un mero tecnicismo. Algunos de estos líderes tienen bastante poder y, en los términos de los estudios académicos sobre el clientelismo, ya no se les podría llamar propiamente “mediadores”, sino más bien “patrones” (hay, por ejemplo, líderes que dirigen a otros líderes). La jerga popular, sin embargo, no distingue entre unos y otros. Los líderes además realizan ciertas funciones que no se atribuyen típicamente a los mediadores clientelares: como la organización de trabajo voluntario (“faenas”) para el mejoramiento de ciertas zonas de la ciudad, y que no son lucrativas para ningún individuo en particular. A partir de aquí, escribiré en cursivas la palabra líder siempre que la use en este sentido específico.

[3] En la delegación Tlalpan también hace política un grupo, por decir así, más “intelectual”, salido de los movimientos estudiantiles del 68 y el 86, si bien su práctica es también bastante clientelar, y sus miembros, bastante mejor conocidos entre vecinos de las colonias populares que en las zonas de clase media.