La grilla como profesión

El verbo “grillar”, según el uso que se le da en México, sería algo así como combatir con palabras en la política de pasillo. Abarca los arreglos informales, la difusión de rumores, las zancadillas mezquinas en la lucha por cargos públicos. En su forma de sustantivo —“la grilla”— refiere a la política de pasillo en general, no solo a sus conflictos, pero cuando se dice, por ejemplo, que alguien “está grillando” a otro, se refiere específicamente a que lo está atacando en dicho terreno, o por esos medios.

 

 

Mi interés por el tema proviene de mi breve y accidentada vida política, en la cual naturalmente fui “grillado” en diversas ocasiones, en ninguna de las cuales supe responder, ni entendí siquiera qué era combatir o evitar un combate en dicho terreno. Además metí la pata, rompí diversidad de normas no escritas que no conocía, etcétera. Se entiende, no tuve ningún éxito, aunque algo aprendí. Y me llamó mucho la atención desde entonces averiguar en qué consistía dicha habilidad: qué hace a un “buen grillo”, dejando de lado la connotación negativa del término o la disposición moral a la que está asociado: qué es la habilidad para grillar, desde un punto de vista técnico.

No es algo fácil de definir, porque abarca muchas cosas: cierta habilidad para leer las intenciones ajenas sin mostrar las propias, reconocer las situaciones sociales de un primer vistazo; no irse nunca de boca sino decir solamente lo necesario; mantenerse atento a los detalles. Sin embargo, pese a que no pueda por el momento definirse con precisión, se entiende de lo que hablo, y eso es suficiente para continuar. Y ya pensando en esta habilidad solamente como tal habilidad, con independencia de las intenciones con que pueda emplearse, parece que no se trata solamente de un arma útil para adquirir poder, sino también para usarlo adecuadamente: sin este “olfato” —por llamarle provisionalmente de algún modo— sería difícil reconocer el momento indicado para anunciar al público cierta medida gubernamental, tejer acuerdos indispensables con adversarios políticos o mantener alguna armonía entre subordinados que se grillan constantemente unos a otros. Cosas necesarias no solo al interés personal, sino también al tránsito de las buenas intenciones a los buenos gobiernos.

Todavía a principios del siglo XX, muchos creían poder suplir esta habilidad indefinible y desde luego poco fiable con una ciencia exacta de la política, con la cual edificar un aparato institucional completo en sí mismo, que no dejara lugar a la fuerza de la costumbre, la arbitrariedad o la improvisación: que volviera obsoletos el talento, el hábito y la astucia en la vida pública. Y no pocos comparten aún hoy una ilusión similar, aunque más mesurada, al respecto de la ciencia económica, la estadística y la letra de la ley, como herramientas capaces de convertir la política en algo confiable, predecible, estandarizable. Sin embargo, dado que aun el político más tecnócrata o leguleyo es vulnerable al accidente y al conflicto, y debe improvisar ante problemas inesperados lo mismo que poner zancadillas y evitar las del adversario, dicha habilidad empírica seguirá siendo una clave del triunfo de unos y el fracaso de otros, sin exceptuar a los de buena fe ni a los mejor preparados académicamente.

 

 

Astucia, juicio práctico, experiencia política

 

Entrando ya en materia, parece que hablamos de algún tipo de inteligencia, pero distinta de la requerida, por ejemplo, por la filosofía o las matemáticas. Según Isaiah Berlin, incluso opuesta a ella: este “juicio práctico”, como él lo llama, sería “un sentido acerca de lo cualitativo más que de lo cuantitativo, de lo específico más que de lo general”; en oposición a “las capacidades de razonamiento y generalización del genio intelectual”.[1] Un talento para comprender los fenómenos en su singularidad e inmediatez, no por comparación con otros o el análisis metódico de los elementos que lo componen. Una habilidad de la que, se supone, suelen carecer intelectuales y científicos, pero de la que gozarían por ejemplo políticos o comerciantes. Habilidad, digamos, para “las cosas del mundo real”.

Esta idea, en principio bastante razonable, tiene sin embargo algunos problemas. En primer lugar porque, por ejemplo, Fox o Trump mostraron mucho de este juicio práctico en su papel de empresarios y de candidatos, y ciertamente no en el de gobernantes. Un mediador clientelar podría mostrar asimismo una asombrosa astucia en su campo, pero parecería más bien ingenuo en un congreso de la ONU, del mismo modo en que un diplomático tendría probablemente una pésima diplomacia en el barrio de dicho mediador clientelar. Algunos dominan la política de pasillo pero no la oratoria; otros saben hablar a la masa en grandes eventos pero no polemizar. Es habitual, pues, tener esta presunta habilidad para “las cosas del mundo real” en unos campos pero no en otros, de modo que no puede tratarse simplemente de astucia o juicio práctico en general.

Nuestra palabra “colmillo”, pese a su informalidad, podría ser más precisa para referir al tema que nos ocupa, pues además de astucia implica también cierta experiencia en la materia de que se trate. Sin embargo sigue sin ser suficiente, pues habría que decir qué es lo que enseña la experiencia en cada caso: qué es eso que se aprende al grillar durante años y que no sabe un gran dirigente de masas o un excelente agente de ventas, por ejemplo. No hablamos, entonces, ni de juicio práctico ni de colmillo ni de experiencia política en general, sino específicamente del arte de la grilla.

 

 

El arte de la grilla

 

Es cierto que, por regla general, un grillo profesional sabe atender los detalles mejor de lo que puede analizarlos teóricamente; y es cierto también que algunos gozan más de una de esas “dos inteligencias” que de la otra. Lo primero que habría que aclarar, sin embargo, es que la diferencia también se aprende. Esos modos distintos de observar, que captan aspectos diferentes de la realidad, se van formando con los años, como un hábito. Y lo más importante de todo es que también se enseñan. Una técnica pedagógica habitual de los grillos experimentados es sugerirle órdenes a sus subordinados, pero no explicárselas, a fin de que aprendan a leer entre líneas y a hacer lo que se desea de ellos sin darles más información de la necesaria. Es común también que se les reprenda, a posteriori, por no haber intuido lo que se deseaba de ellos, y se les explique en qué se equivocaron y por qué. Y funciona. Los novatos aprenden.

Otro de los elementos de este presunto juicio práctico es la adquisición de una memoria más o menos prodigiosa, sobre todo de los contactos que se poseen: nombres completos, áreas de especialidad, inclinaciones, datos biográficos. Una agenda mental que permite al grillo experimentado acudir a la persona indicada cuando la necesita, presentársela a otros como un favor especial, conjeturar con mayor precisión de dónde vino un golpe inesperado. Un grillo experimentado llega a recordar detalles insignificantes de algo que se dijo hace diez o veinte años, y a utilizarlos con provecho. Este prodigio mnemotécnico es de las cosas que comentan los novatos, impresionados, al hablar de los virtuosos en este arte; como si fuera muestra de una especie de “perversa genialidad”. Y la verdad, sin embargo, es que esto también se aprende: es habitual reprender al subordinado por no poder transmitir con precisión lo que alguien le dijo meses antes. Se le suele exigir, como si fuera lo más normal del mundo, la retención de la información pertinente sobre cientos o miles de personas, o los matices de lo que se le dijo hace cuatro jueves. Y sí, los novatos van haciéndolo cada vez mejor, de la misma manera en que los meseros aprenden con el tiempo a retener pedidos complejísimos sin anotar.[2]

La relación entre los grillos experimentados y los novatos gira en torno a un constante bombardeo de esta clase de sugerencias sutiles: por un lado pedagógicas, por el otro, legitimadoras de la jerarquía. Es el modo informal en que se les educa en el ramo y en que se les disciplina. Saber responder a ellas con habilidad es, también, una manera de irse “ganando un lugar”. Y es, en fin, una prueba de que nuestro tema no es un talento, sino de un arte —aunque este requiera talento.

Ahora bien, el más importante aspecto de este arte, y el que a mi juicio lo define, es el conocimiento de los procedimientos habituales informales y la correcta interpretación las normas no escritas de la política de pasillo. Digamos que el grillo experto es a la normatividad informal de la grilla lo que el abogado a la ley: alguien que sabe interpretarla, aplicarla, eludirla, emplearla a su favor o el de su causa. Un ejemplo típico es que el novato no sepa, en ciertos momentos, qué significaría exactamente no “saltarse” a alguien, cuando es vasallo de varios señores que son a su vez vasallos unos de otros. Algo similar podríamos decir también de la relación, más general, entre superior y subordinado: no siempre es claro quién manda entre un mediador clientelar y el secretario particular de su padrino político; entre el líder de un gran sindicato y el hijo menor de un gobernador. Qué tipo preciso de autoridad tiene alguien sobre un subordinado que le ha sido impuesto por sus superiores, o cómo aumentarla sin entrar en conflicto con ellos.

La normatividad informal es tal vez tan compleja como la jurídica: es algo que debe aprenderse. Algo en lo cual, de nuevo, el juicio práctico es necesario pero no suficiente. De hecho, cuando decimos “experiencia laboral”, en oposición al conocimiento puramente teórico, nos referimos en buena medida al conocimiento de los procedimientos habituales informales que operan en cada campo. Y ese saber se adquiere con el tiempo. El arte de la grilla sería entonces, en resumen, el arte de usar con provecho las normas no escritas de la política de pasillo.

Veamos ahora la forma equivocada en que dicho arte suele ser interpretado por la opinión pública, precisamente por confundirlo con mera astucia o juicio práctico.

 

 

Demérito del arte de la grilla

 

Es habitual que un político sea considerado inepto cuando muestra cierta ignorancia del proceso legislativo o de la historia nacional, cuando aburre al público con una demagogia de pésima calidad o mete la pata constantemente frente a las cámaras; e incluso estas fallas pueden hacer dudar a algunos cómo consiguió amasar semejante poder. Y eso porque no se considera su capacidad para grillar al juzgar su habilidad. Un olvido igual de grave que juzgar la capacidad de un empresario sin considerar su habilidad para hacer dinero.

Y tal vez el principal problema de imaginar este saber empírico solamente como talento innato sea dejar de lado el tiempo que toma adquirirlo, en detrimento de otras áreas del saber. Es decir, a un grillo hábil difícilmente le alcance la vida para ser además un buen legislador, un buen economista, un conocedor serio de la historia nacional. Quien tiene varias reuniones urgentes cada día, que rara vez suelen programarse con anticipación, en las que suele beberse y de las que deben retenerse todos los detalles; quien debe apagar diariamente fuegos inesperados e improvisar narraciones aceptables sobre cada uno, tiene desde luego poco tiempo para el cultivo de las ciencias y las artes —las demás artes—. La grilla demanda más tiempo del disponible. Y no es algo que se domine en un par de semanas de práctica, acaso tampoco en un par de décadas. Y esto implica, en resumen, que tenga un lugar en la división del trabajo político y administrativo.[3]

Es habitual distinguir, al pensar en dicha división del trabajo, a los políticos de los especialistas: de un lado, quienes deben estar un poco al tanto de todo; del otro, quienes solo conocen un área reducida, pero la dominan. Y al tratarse este problema, se piensa sobre todo en dos excesos negativos: los especialistas tomando decisiones políticas y los políticos tomando decisiones técnicas. En esta imagen dual que opone la tecnocracia a la democracia se olvida que la demagogia y la grilla no pueden considerarse en ningún sentido como “lo general” frente al conocimiento especializado, sino que son ellas mismas áreas de especialidad; que nada tienen que ver con una noción general del trabajo de las distintas áreas.

Y el problema con esto es que los mejores candidatos —y por tanto, la mayor parte de los cargos de elección popular— serán por lo regular los mejores demagogos y los mejores grillos, y no quienes tengan la mentada noción general del trabajo de las distintas áreas administrativas. El problema en realidad es ése: no la división del trabajo entre el saber general y el especializado. Y no hay que dejar de lado que es también un problema práctico cuando alguien ha llegado al gobierno por su buena demagogia pero no es tampoco un grillo hábil: su situación en ese caso es similar a la de cualquier otro especialista; que sabe hacer muy bien su trabajo pero no sabe controlar políticamente a sus subordinados o mantener el favor de sus superiores.

De ese modo, no es nada raro que seamos gobernados habitualmente por personas que saben poco más que los medios necesarios para llegar al gobierno y retenerlo; para mantener en cierto orden un aparato administrativo que no está compuesto, como algunos creen, por hombres grises que obedecen órdenes sin cuestionarlas, sino por otros grillos de cuidado, como ellos.

Y los políticos honestos o bienintencionados no son la excepción. Al contrario, deben ser grillos aún más hábiles que los demás, pues cuentan con menos armas para combatir: no pueden tener grupos de golpeadores ni contratar matones; ni siquiera pueden sobornar a los demás: tal vez la más importante de todas las armas empleadas en este tipo de combate. No es raro que tan pocos políticos puedan ser así de hábiles y además distinguir una buena política económica, legislar con inteligencia, responder decorosamente las preguntas de cultura general que se les suelen hacer frente a las cámaras a fin de dejarlos en evidencia. Así, los “meros trepadores” que han escalado hasta puestos importantes de la administración pública no son ignorantes, sino especialistas en un área a la que no suele considerarse al juzgar su conocimiento y que es, precisamente, la requerida para llegar a ese lugar: a diferencia por ejemplo de uno.

 

 

Conclusiones

 

  1. No tendría por qué sorprendernos que la grilla suela ser ganada por quienes se han especializado en ella, en detrimento de otras áreas del saber.
  2. El desconocimiento u olvido del arte de la grilla también abarata el debate público, empeora el tino de las opiniones. Cuando se dice, por ejemplo, que los legisladores “deberían dejarse de grillas y dedicarse simplemente a legislar”, se olvida la necesidad de construir acuerdos entre grupos de poder para hacer avanzar cualquier iniciativa de ley, los procedimientos habituales con que esto se consigue. Sin alguna comprensión de los códigos no escritos de la vida pública real, es habitual rechazar por igual el problema informal y el modo informal de solucionarlo. De esta manera, todo el comportamiento diario de la clase política parece simple y llana inmoralidad: “el ruido y la furia que no significan nada”. Un inmenso cúmulo de desacatos a la norma que nos vuelven a sorprender y a indignar todos los días, como si fuera la primera vez.
  3. Prescindir de este saber en la política práctica no es solo una ingenuidad, sino causante también de nuevas ingenuidades: iniciativas de ley realizadas con gran cuidado pero previsiblemente incapaces de ganar la necesaria votación; políticas públicas técnicamente impecables, pero que al transitar del papel al terreno adoptan formas inesperadas por sus creadores, y no pocas veces opuestas a sus fines; planes de comercio internacional que no toman en consideración las normas informales del mundo de las aduanas, o de la grilla internacional, que obviamente también existe.
  4. Un proyecto político serio y de buena fe es ciertamente irrealizable con una tropa compuesta exclusivamente de grillos profesionales, pero es igualmente irrealizable sin algún conocimiento de su arte: basta con pensar que la cadena de mando carece de garantías si el superior no es mejor grillo que sus subordinados: y esto no sucede menos entre economistas o biólogos que entre políticos.
  5. Descriptivamente, de lo dicho se desprende que es una excepción que un gran grillo sepa emplear su poder con sabiduría, pues ambas cosas requieren de saberes por entero distintos, que no se adquieren al mismo tiempo ni en la misma práctica, y que requieren mucho de quien se decida a dominarlos. Normativamente, de esto se desprende el difícil requerimiento de dominar ambos campos, de manera que, por decir así, el sofista y el filósofo sean la misma persona, y el poder y quien lo merece ocupen finalmente el mismo sitio.

 

 

 

 

 

[1] Isaiah Berlin, “El juicio político”, El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia, Taurus, Madrid, 2000, p. 87.

[2] Sobre esa habilidad solo puede saberse algo, en rigor, en la propia grilla, pero los libros también la mencionan ocasionalmente: así al hablar de la memoria prodigiosa de Fouché o de Álvaro Obregón, por ejemplo. Tocqueville nos da también un bonito testimonio de ella en sus Recuerdos de la Revolución de 1848, al hablar del rey Luis Felipe: “Describía los lugares como si los estuviese viendo; se acordaba de los hombres notables a los que había conocido hacía cuarenta años, como si se hubiera separado de ellos el día anterior; citaba sus nombres, sus apellidos, decía la edad que tenían entonces, contaba su historia, su genealogía, su descendencia con una exactitud maravillosa y con unos detalles infinitos.” (Editorial Nacional, Madrid, 1984, p. 65.)

[3] “La transformación de la política en una ‘empresa’, que hizo necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por el poder y sus métodos, como la que llevaron a cabo los partidos modernos, determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas aunque no tajantes: funcionarios profesionales, de una parte, y ‘funcionarios políticos’ de la otra”. Max Weber, “La política como vocación”, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1975, p. 107.

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